martes, 26 de mayo de 2009

Desconfianza ciega

La interpelación me la hago a mi mismo por lo de la desconfianza, por si encuentro la suficiente visibilidad cegadora que me haga arrepentirme, de esas y de otras debilidades de mi ser pequeñoburgués que piensa que todo es de escaparate, atrezo y filmografía, ahí es nada. Y es que más de un ejemplo en estos últimos días me ponen alerta sobre la ceguera de algunas personas ciegas que encuentro a mi paso, valga la redundancia, o la visión de otras presuntamente videntes que no lo son, al fin y al cabo es lo mismo, un engaño. Tras esas gafas interminablemente opacas, los ojos muertos o de cristal o de cocodrilo, he desenmascarado en más de una ocasión en esos rasgos que todos conocemos de los ojos marchitos, a presuntos ciegos sufriendo por la luz aunque no la sufran, mirando una mujer bonita aunque no la vean, parando en un semáforo en rojo de esos que todavía no tienen soniditos. Increíble pero cierto, aunque no les llegué a ver los ojos, hundidos en el pozo de sus cuencas, iban tan campantes, como si con ellos no fueran las dificultades de la vista, como a mí, por ejemplo, que achino los ojos por la miopía o las moscas-pelusas vagan por mi campo de visión. Madrid es así, cualquier persona no identificada aprovecha lo mínimo para beneficiarse, podría ser yo mismo con un bastón, arrastrándolo o con un perro lazarillo arrastrándome. Me inquieta, y lo he soñado repetidamente, que uno de esos ciegos me persiga, que coja un tren y esté allí, que intente despistarlo con un sprint en la próxima esquina y siga allí y que lo único que quiera es que yo vea por él, que le narre el mundo. Me aterra, y en el sueño se saca los ojos de las órbitas y los cambia por los mios para que la narración sea más artificiosa. -Para que veas-me dice antes de que despierte. Escalofríos.

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