miércoles, 27 de agosto de 2008

Cabinas y héroes


La verdad ya es verdad, superman murió junto a Christopher Reeve. Y no es que su sustituto no haya superado las esperanzas puestas en él para una nueva secuela de la saga, asunto harto imposible, sino que murió junto a las cabinas telefónicas, esas peceras con puertas imposibles que poblaban las calles de nuestras ciudades. Ya no podía Clark Kent mudarse de piel, y primero quedó postrado en una silla de ruedas para ir apagándose poco a poco.
También es verdad, me consta, que el tímido e introvertido periodista se transmutaba en otros personajes, al menos en el imaginario colectivo y popular, todos y cada uno con su particular Kriptonita. Esta es una época que fabrica héroes a patadas y los engulle a su antojo con un ritmo vertiginoso.

Para ilustrar esta idea se me ocurren ahora mismo tres personajes. El germano Günter Grass, que perteneció a las SS en su verdor y al que quisieron emparedar junto a sus novelas en media Europa. Instantáneamente olvidado fue el ostentoso ciclista italiano Marco Pantani al que los vampiros crucificaron antes de ganar su segundo Tour, “il pirata” se abandonó entonces a su suerte. Frustración de toda una generación de antropólogos fue Bronislaw Malinowski, tras conocerse en sus diarios que odiaba a los indios con los que paso gran parte de su vida. Ellos y muchos más no supieron encontrar quizá esa cabina en la que protegerse y cayeron sobre la faz de la tierra, junto a los demás mortales. Salvar al mundo de las patrañas de Lex Lutor no estaba en sus planes, y aun menos mirar alrededor para comprender que los estaban observando desnudos. Al menos, superman disimulaba cambiándose de ropa en el probador de las cabinas.

lunes, 4 de agosto de 2008

MICROCKRELATOS paranoid android/androide paraoide

El androide dedica la totalidad de la luz a buscar en la intemperie alguna unidad modular semejante a los de su biota celeste. La plataforma cósmica que lo trajo ha agotado el combustible a una velocidad anormal debido a la gravedad terrestre, y todas las píldoras que le alimentaban con solo pronunciarlas, han desaparecido de soñarlas. Poco o nada le dice este mundo escondido de las estrellas al que ha llegado por necesidad casuística, aún cuando no estaba este lugar en su cuadrante de ruta. Se hubiera estrellado. Precisa de semicírculos de óleo con los que aprovisionar los depósitos de la nave y expandir la continuidad temporal para la que fue preparado. Irse de aquí en un salto de millones de kilómetros incontrolados hasta que deje de tener contacto orgánico con los suyos, un experimento por el que Mluggig, que así se llama el extraterrestre, nunca preguntó los propósitos, le sugirieron una especie de paralelismo dimensional como supervivencia cuando la cobertura desapareciera, contrato que aceptó a cambio de comunicación constante, incluidos gestos, con la estrella tercera de Oqcomp, anillo planetario al que pertenece. Aunque sea en estado vegetativo.

Pero antes de cualquier búsqueda vuelve a la nave, siente frustración por el ruido ensordecedor que late desde dentro, una alarma que le avisa que lo que busca no está cerca. Se aplica una especie de fieltro para amortiguarlo. Alguien le ayuda a tapar sus pabellones auditivos, aunque primero le susurra su nombre al oído, Víctor, Víctor. Es el ruido quien le llama -Déjame inyectarte-.

Víctor sostiene con una lucidez que aparece a veces, cuando separa el androide que se cree de la persona que fue, que la entreplanta psiquiátrica del hospital es un pabellón en el que Mugglig resiste el eterno retorno de la Gran Explosión soñando píldoras de litio.